Walter Benjamin
Notas sobre los cuadros
parisinos de Baudelaire
El ciclo de los Cuadros
parisinos de Baudelaire es el único que figura en
Las flores del
mal solamente
a partir de la segunda edición. Quizás nos esté
permitido buscar
allí aquello que en Baudelaire ha madurado más lentamente,
aquello que para
salir a la luz ha demandado una mayor cantidad de experiencias
sustanciales.
Mejor que ningún otro texto, este ciclo de poemas nos
hace sentir la
repercusión de los hogares de la vida moderna, de las grandes
ciudades, en una
sensibilidad de las más delicadas y de las más severamente
conformadas. Tal
era la sensibilidad de Baudelaire. Ella le ha valido una experiencia
que lleva la
marca de la originalidad esencial. Es el privilegio de aquel
que, en primer
lugar, ha pisado una tierra inexplorada, de la que ha sacado
para sus
anotaciones poéticas una riqueza no solamente singular, sino también
de un alcance
sorprendente. Tal alcance no ha sido de ninguna manera
previsible desde
el comienzo. Podemos tomar como prueba algunos trazos no
menos bellos que
significativos, que apenas deben de haber sorprendido al
lector del siglo
XIX. Tan cierto es que toda experiencia original guarda como
encerrados en su
seno ciertos gérmenes que prometen un desarrollo ulterior.
En estas pocas
notas, se tratará menos de hacer revivir al poeta en su medio
que de volver
visible, por medio del conjunto de algunos poemas, la actualidad
extraordinaria
de ese París que Baudelaire fue el primero en experimentar
poéticamente.
Para acercarse
al fondo del problema, se podría partir de un hecho
paradójico del
que Paul Desjardins realiza una constatación sutil: “Baudelaire
–dice él– está más ocupado por deshacer la imagen en
el recuerdo que por
ornamentarla y pintarla”. En efecto, Baudelaire, cuya obra está
profundamente
impregnada por
la gran ciudad, no la pinta. Tanto en Las flores del mal
como en esos Poemas
en prosa que, sin embargo, en su título original El Spleen
de París y en otros
tantos pasajes, evocan la ciudad, buscaremos en vano el
menor rastro de
las descripciones de París tal como abundan en Victor Hugo.
Se recordará el
rol que la descripción minuciosa de la gran ciudad juega en
ciertos poetas
más recientes, sobre todo de inspiración socialista, y se notará
que su ausencia
constituye un fundamento de la originalidad baudelairiana.
Estas
descripciones de la gran ciudad concuerdan fácilmente con una cierta fe
en los prodigios
de la civilización, con un idealismo más o menos sombrío
Nada de eso hay
en Baudelaire. Incluso reconociendo el prestigio de la
gran ciudad, “donde todo, incluso el horror, se dirige a
los encantamientos”,
guarda algo de
desencantado. París es para él “esta gran
planicie donde el frío
viento juega”, es
“las casas en las que la bruma alargaba la altura”, simulando
“los dos muelles
de un río crecido”, es el amontonamiento de “palacios nuevos,
andamiajes,
edificios, viejos suburbios”, es, sobre todo, la ciudad en vías
de desaparición:
El viejo París
no existe más (la forma de una ciudad
Cambia más
rápido ¡ay! que el corazón de un mortal).
La forma de la
ciudad cambiaba, en efecto, con una velocidad prodigiosa
en el tiempo de
Baudelaire. Un sentimiento premonitorio de la insigne
precariedad de
los grandes centros urbanos está presente en los Cuadros
parisinos. El
estremecimiento nuevo con el que Baudelaire, según Hugo,
habría dotado a
la poesía es un estremecimiento de aprensión.
El París
baudelairiano es, por así decirlo, una ciudad minada, una ciudad
desfalleciente,
endeble. No hay allí nada bello como en el poema El sol,
que la muestra
atravesada de rayos como un viejo tejido precioso y raído. El
anciano, imagen
con la que termina ese canto a la decrepitud que es El crepúsculo
de la mañana, que día tras
día con resignación vuelve al trabajo, es la
alegoría de la
ciudad:
Y el París
sombrío, frotándose los ojos
Empuñaba sus
útiles, viejo laborioso.
Para París,
incluso los seres elegidos son decrépitos. En la multitud
inmensa de los
ciudadanos, las viejas mujeres son las únicas que transforman
su debilidad y
su abnegación.
Solamente un
lector que haya comprendido lo que significa el borramiento
de la ciudad en
la poesía urbana de Baudelaire podrá entrever la significación
de algunos
versos que van al encuentro de este procedimiento. En
Baudelaire, la
discreción en la evocación de la ciudad no excluye el trazo cargado
ni la
exageración. Tal el comienzo del soneto A una transeúnte:
La calle
ensordecedora a mi alrededor aullaba.
No se trata
solamente de un acento absolutamente nuevo en la poesía
lírica (acento
cuyo vigor es redoblado al ser colocado al comienzo del poema),
sino que además
esta frase, tomada como un simple enunciado, parece de una
audacia
provocante. Ciertamente, esta constatación, para nosotros, habituados
a los ruidos
ininterrumpidos de las bocinas de nuestras calles, no tiene
nada de extraño.
Pero cuán grande debe de haber sido su extrañeza para los
contemporáneos
del poeta, y cuán extraña esta concepción del París de 1850
de donde ella se
derivaba. En este poema, la singularidad de la concepción va
de par con la
maestría poética. Tenemos derecho a ver en él una poderosa evocación
de la multitud.
Por otra parte, no hay en esta poesía ningún pasaje que
haga alusión a
ella, a menos que se la quiera encontrar en su enigmática frase
inicial. Tan
verdadero es que Baudelaire no pinta.
Podemos hablar
en los Cuadros parisinos de una presencia secreta de la
multitud. Danza
macabra, El crepúsculo de la tarde, Las pequeñas viejas, son
evocaciones de
ella. La multitud innombrable de sus transeúntes constituye el
velo en movimiento
a través del cual el transeúnte parisino ve la ciudad.
Además, las
referencias a la multitud, inspiradora soberana, fuente de embriaguez
para el
transeúnte solitario, no faltan en los Diarios íntimos. Más que
referirse a
estos pasajes, valdría la pena quizás releer el entorno magistral en el
que Poe evoca la
multitud. Allí encontraremos el valor adivinatorio de la exageración
de estas primeras
tentativas de restituir la fisonomía de las grandes
ciudades. “La mayoría de los transeúntes tenía un
porte convencido propio de
los negocios, y no parecían ocupados más que en
abrirse camino entre la multitud.
Fruncían el ceño y jugaban vivamente con sus ojos;
cuando eran atropellados
por algún otro transeúnte, no mostraban ningún
síntoma de impaciencia,
sino que acomodaban sus vestimentas y se
apresuraban. Otros, un
grupo incluso más numeroso, se movían inquietamente,
se hablaban a sí mismos
y gesticulaban, como si se sintieran en soledad por
el hecho mismo de la
multitud incontable que los rodeaba. Cuando detenían
su marcha, cesaban
bruscamente de mascullar pero redoblaban sus
gesticulaciones, esperando
con una sonrisa distraída y exagerada el paso de las
personas que los obstaculizaban.
Si eran empujados, saludaban abundantemente a las
personas que los
golpeaban, y parecían abrumados por la confusión”.
SIGUE......
Difícilmente
podríamos considerar este pasaje como una descripción
naturalista. La
carga es demasiado brutal. Pero este transeúnte en una multitud
expuesta a ser
empujada por la gente que se apresura en todas direcciones
es una
prefiguración del ciudadano de nuestros días
expuesto a una sucesión de shocks que
alcanzan los cimientos de su misma existencia. Baudelaire ha hecho suya esta
apercepción adivinatoria que se encuentra en la descripción de Poe.
Ha ido incluso
más lejos: ha sentido la amenaza que las multitudes de las
grandes ciudades
constituyen para el individuo y su entorno. Una pieza singular
y
desconcertante, Pérdida de aureola, releva estas angustias:
“Conoces el miedo que me producen los caballos y los
coches. Hace un
momento, al cruzar la calle de forma apresurada saltando
el lodo, a través de
este caos en movimiento en el que la muerte llega a
galope de todos los costa-
dos a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco,
cayó de mi cabeza en el
fango del macadam. No tuve el valor de recogerla.
Juzgué menos desagradable
perder mis insignias que romperme los huesos”.
¿Y quién sabe si
las flores nuevas que sueño
Encontrarán en
este suelo lavado como un arenal
El místico
alimento que les daría vigor?
O bien
Cibeles, que los
ama, aumenta sus verdores.
Podríamos
agregar el célebre comienzo de poema:
La sirviente de
gran corazón, de la que estabas celosa.
Si pareciera
azaroso vincular estas deficiencias métricas a la experiencia
del transeúnte
solitario en la multitud, podríamos referirnos al poeta mismo.
Leemos, en
efecto, en la dedicatoria de los Pequeños poemas en prosa:
“¿Quién es
aquel de nosotros que, en sus días de ambición, no ha soñado el milagro de
una prosa poética, musical sin ritmo y sin rima, lo
bastante flexible y lo bastante
golpeada como para adaptarse a los movimientos
líricos del alma, a las
ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la
conciencia? Es sobre todo de
la frecuentación de las grandes ciudades, del cruzamiento
de sus innombrables
relaciones, que nace este ideal obsesivo”.
Hablamos aquí de
un transeúnte solitario. Baudelaire ha sido solitario
en la acepción
más atroz de la palabra. “Sentimiento de
soledad, desde mi
infancia. A pesar de la familia, y en medio de los
camaradas, sobre todo, sentimiento
de destino eternamente solitario”. Este
sentimiento lleva, más allá de
su significación
individual, una impronta social. Una digresión la identificará
brevemente.En la
sociedad feudal, disfrutar del ocio –estar exento de trabajar–
constituía un
privilegio. Privilegio no sólo de hecho, sino también de derecho.
Las cosas no son
más así en la sociedad burguesa. La sociedad feudal podía
fácilmente
reconocer el privilegio del ocio a algunos de sus miembros ya que
disponía de los
medios para ennoblecer esta actitud, incluso de transfigurarla.
La vida de la
corte y la vida contemplativa servían como dos moldes en los
cuales las
distracciones del gran señor, del prelado y del guerrero podían ser
vertidas. Estas
actitudes, tanto la representación como la devoción, convenían
al poeta de esta
sociedad, y su obra las justificaba. A través de la escritura, el
poeta guardaba
un contacto, al menos indirecto, con la religión o la corte, o
bien con las
dos. (Voltaire, el primero de los literatos que rompe deliberadamente
con la Iglesia
en vida, arregla retratarse junto al rey de Prusia).
En la sociedad
feudal, las distracciones del poeta son un privilegio reconocido.
Al contrario,
una vez que la burguesía asume el poder, el poeta se
encuentra siendo
el ocioso por excelencia. Esta situación no ha tenido lugar sin
provocar una
angustia notable. Numerosas fueron las tentativas de escaparle.
Los talentos que
se sentían más cómodos en su vocación de poeta fueron los
que más se
desarrollaron: Lamartine, Victor Hugo, se encontraron investidos
de una dignidad
totalmente nueva. Eran de alguna manera los sacerdotes laicos
de la burguesía.
Otros –Béranger, Pierre Dupont– se contentaron con solicitar
el concurso de
la melodía fácil para asegurar su popularidad.Otros, como
Barbier,
hicieron suya la causa del cuarto estado. Otros, finalmente, Théophile
Gautier, Leconte
de Lisle, se refugiaron en el arte por el arte.
Baudelaire no se
comprometió con ninguna de esas vías. Esto lo ha
expresado muy
bien Valéry en la famosa Situación de Baudelaire, donde se lee:
“El problema de Baudelaire debería plantearse de la
siguiente manera: ser un
gran poeta, pero no ser ni Lamartine, ni Hugo, ni
Musset. No digo que éste
haya sido un propósito consciente, pero ocurrió
necesariamente en Baudelaire
–e incluso esencialmente en Baudelaire–. Era su
razón de Estado”.
Se podría
decir que
Baudelaire, enfrentado a este problema, toma la decisión de llevarlo
delante del
público. Toma la resolución de anunciar su existencia ociosa, desprovista
de identidad
social; hace de su aislamiento social una insignia, se
transforma en flâneur.
Aquí, como en todas las actitudes esenciales de
Baudelaire,
parece imposible y vano distinguir entre lo que ellas comportan de
gratuito y de
necesario, de escogido y de sufrido, de artificioso y de natural.
Este
encabalgamiento señala que Baudelaire elevó la ociosidad al rango de un
método de
trabajo, de su método propio. Es sabido que en muchos períodos
de su vida no
conoció, por así decirlo, un escritorio de trabajo. Es en tanto flâneur
que construyó y,
sobre todo, modificó interminablemente sus versos.
A lo largo del
viejo suburbio, donde penden de las casuchas
Las persianas,
abrigo de secretas lujurias,
Cuando el sol
cruel golpea en trazos redoblados,
Sobre la ciudad
y los campos, sobre los techos y los trigales
Voy a
ejercitarme solo en mi antojadiza esgrima,
Husmeando en los
rincones los azares de la rima,
Tropezando en
las palabras y en el empedrado,
Chocando a veces
con versos largamente soñados.
Es el flâneur
Baudelaire quien ha hecho la experiencia de las masas de
la que nos
habla. Volvemos a ella para valorar otro de estos sondeos hacia las
profundidades de
la vida colectiva. Una de las primeras reacciones que provocó
la formación de
las multitudes en el seno de las grandes ciudades fue la
moda de lo que
se llamó las “fisiologías”. Ellas eran pequeños folletines en los
que el autor se
entretenía clasificando tipos según su fisonomía y captando al
vuelo tanto el
carácter como las ocupaciones y el rango social de un transeúnte
cualquiera. La
obra de Balzac contiene miles de muestras de esta manía.
Tenemos aquí,
diríamos, una perspicacia bien ilusoria. Ilusoria, en efecto. Pero
existe una
pesadilla que le corresponde, que aparece como mucho más substancial.
Esta pesadilla
consistiría en ver los trazos distintivos que en un primer
abordaje parecen
garantizar la unicidad, la individualidad estricta de un personaje,
como reveladores
a su vez de los elementos constitutivos de un tipo
nuevo que
establecería una subdivisión nueva. De esta manera se manifestaría,
en el corazón de
la flânerie, una fantasmagoría angustiante. Baudelaire la
ha desarrollado
vigorosamente en Los siete viejos:
De golpe, un
viejo cuyos harapos amarillos
Imitan el color
de este cielo lluvioso,
Y cuyo aspecto
habría hecho llover las limosnas,
Sin la maldad
que relucía en sus ojos,
Apareció [...]
Su igual lo
seguía: barba, ojos, espalda, bastón, andrajos
Ningún trazo
diferenciaba, del mismo infierno venido
Este mellizo
centenario y sus espectros barrocos
Marchaban al
mismo paso con rumbo desconocido
¿De qué complot
extraño era yo la víctima,
o qué malvado
azar así me humillaba?
¡Pues conté
siete veces, de minuto en minuto,
ese siniestro
viejo que se multiplicaba!
El individuo que
es así presentado, siempre idéntico en su multiplicación,
sugiere la
angustia que siente el ciudadano por no poder, a pesar de sus
singularidades
más excéntricas, romper el círculo mágico del tipo. Círculo
mágico que es ya
sugerido por Poe en su descripción de la multitud. Los seres
que la componen
aparecen como sujetos a automatismos. La conciencia de
este automatismo
estrictamente reglado, de este carácter rigurosamente típico,
lentamente
adquirido, solidamente establecido, va a permitirles luego de
un siglo
jactarse de una inhumanidad y de una crueldad inéditas. Parece que,
por momentos,
Baudelaire ha captado ciertos rasgos de esta inhumanidad
por venir.
Leemos en Fusées: “El mundo se va
a acabar... Demando a todo
hombre que piensa que me muestre lo que subsiste de
la vida... La ruina universal
no se manifestará particularmente en las
instituciones políticas... Lo
hará en el envilecimiento de los corazones. ¿Tengo
necesidad de decir que lo
poco que quedará de política se debatirá penosamente
en la opresión de la
animalidad general y que los gobernantes serán
forzados, para mantenerse y
crear un fantasma de orden, a recurrir a medios que
estremecerán nuestra
humanidad actual, que es sin embargo tan avezada?...
Esta época está, quizás,
muy próxima; ¿quién sabe si no está ya sucediendo, y
si el espesamiento de
nuestra naturaleza no es el único obstáculo que nos
impide apreciar el medio
en el que respiramos?”
Nosotros nos
encontramos ya mejor ubicados como para convenir en
la justeza de
estas frases. Hay muchas posibilidades de que se vuelvan más
siniestras.
Quizás la clarividencia que ellas muestran sea menos un don cualquiera
de un observador
que el irremediable desamparo del solitario en el
seno de la
multitud. ¿Es demasiado audaz pretender que sean estas mismas
multitudes las
que en nuestros días sean moldeadas por las manos de los dic-
tadores? La
facultad de entrever en estas multitudes sojuzgadas núcleos de
resistencia –núcleos
que forman las masas revolucionarias del cuarenta y ocho
y los
partidarios de la Comuna– no estaba destinada a Baudelaire. La desesperanza
fue el precio de
esta sensibilidad, la primera en abordar la gran ciudad,
la primera en
ser apresada por un escalofrío que nosotros, enfrentados a
amenazas múltiples, no
sabemos ya sentir.
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